París, 12 oct (EFE).- Las maletas de Louis Vuitton, la casa de marroquinería que lleva un siglo y medio embalando el equipaje de los viajeros más adinerados del planeta, recorre la historia de la marca, desde sus inicios en 1854 hasta la actualidad, en una retrospectiva que acoge el Museo Carnavalet de París.

Desde que, mediado el siglo XIX, el adolescente Luis Vuitton dejó a su humilde familia para labrarse un futuro en París como maletero, hasta la entrada de la marca en el poderoso grupo de productos de lujo LVHM, la muestra propone un recorrido cronológico por el universo de los bultos más exclusivos de la historia.

"Los ingredientes del éxito son la calidad extrema, el control desde la producción hasta la distribución, y el precio", explicó a Efe el responsable de prensa para Europa de la marca, Alain Lavital, que apuntaba orgulloso que Louis Vuitton "nunca hace rebajas".

No le hace falta, continuó, porque las maletas de Louis Vuitton no son un producto de consumo, sino "una inversión que se transmite de padres a hijos", de la misma forma que la firma se ha ido transmitiendo de generación en generación hasta que la compró en 1989 el multimillonario Bernard Arnault.

Y es que, si algo queda claro en la exposición "Voyage en capitale", es que muy pocos han podido permitirse una de esas valijas que, desde 1896, lucen el monograma con tres flores y las iniciales de su creador y que en las últimas fechas han contado con el genio creativo de nombres como Damian Hirst, Yuri Torii o Manolo Blahnik.

El fundador del emporio se percató allá por el siglo XIX de que en las largas travesías en barco las maletas de cuero de cerdo de la época terminaban por pudrirse y estropearse.

Por eso decidió aplicar revestimientos de tela a los cuerpos de madera de aquellos baúles que permanecían meses en las bodegas de los navíos.

Después llegaría la personalización, desde los escaques con el antiguo logotipo de la firma, hasta el anagrama con sus iniciales, en un intento por protegerse de un mercado de imitadores y falsificadores que padeció el propio fundador en París y que ahora acecha más desde el lejano oriente.

De la individualización sólo había que dar un paso para llegar a los pedidos más extravagantes, a cargo de los personajes tan diversos como los constructores automovilísticos, que encargaban maletas-cama para los exploradores a los que patrocinaban expediciones, o baúles-despacho, como el que mandó hacer el compositor Leopold Stokowski.

Los había también que necesitaban valijas personalizadas para transportar las muñecas y los vestidos con que jugaban sus hijas; los que no podían prescindir de sus vajillas de plata para las meriendas campestres; y los que empaquetaban a precio de oro sus colecciones de cepillos y colonias.

Y otros, los más codiciosos, llegaban incluso a mandar elaborar maletas en las que transportar sus cajas fuertes portátiles.

La muestra, que puede visitarse hasta el próximo 27 de febrero, es también un viaje paralelo por la industria del transporte, ya que, con la aparición del motor y de los automóviles, los viajeros empezaron a encargar maletas más pequeñas y con formas adaptadas a los nuevos avances tecnológicos.

Y un anecdotario donde puede descubrirse que el origen de las pegatinas que muchos adhieren a sus bultos nace de un código empleado antaño por los botones de los hoteles.

Éstos colocaban el adhesivo del hotel en la maleta del huésped y, en función de la generosidad del cliente, emplazaban el logotipo más arriba o más abajo, para prevenir a los colegas que les atenderían en futuros establecimientos.

Probablemente ignoraban que aquellas artimañas quedarían un siglo después recogidas en uno de los museos más famosos de la capital de Francia, una ciudad ligada irremediablemente a Louis Vuitton, el artesano empresario que allí dio sus primeros pasos hacia la riqueza.

Javier Albisu